Monday, February 4, 2008

¿Quieres bajar de peso? ¡Múdate!

Un empleado común y corriente recibe por ley (argentina, por lo menos) un día libre en el trabajo para efectos de mudanza.

Deberían dar un día libre por la mudanza y tres más de catarsis. Otro día más para reponer las energías invertidas en la pelea con el dueño del departamento anterior y otro más por las dudas, por si tu nueva compañera de cuarto se olvidó que te mudabas ese día y tiene una invitada en el cuarto que supuestamente es tuyo. Otro para entregar las llaves al dueño anterior antes de la fecha pactada porque se le ocurrió irse de vacaciones y tiene en su poder el depósito de garantía (que es el equivalente a tenerte agarrada de las bolas que siendo mujer no tienes). Otro para ahora sí instalarte y sacar los cachivaches que tu compañera de cuarto dejó ahí aun sabiendo que ese cuarto ya no es un depósito, otro para entrenar a los gatos para que no se metan en tu cuarto y desordenen tus zapatos. En total debí tomarme dos semanas de mudanza.

Nunca pensé que sería tan complicado. Atrás quedaron los tiempos de los chicos del mameluco azul que empacaban todo, gratis y en un día. Además del esfuerzo físico que implica hacerlo todo sola, hay que sumarle el stress y el mal humor de estar a mitad de un traslado, con media vida en un lugar y la otra mitad en el otro, con un volumen de trabajo inusual para esta época del año, viviendo, otra vez, de maletas.

Una semana después del día "M" (era "M" de mudanza pero en realidad fue "M" de mierda), recién pude abrir las cajas numeradas que contenían fragmentos de mi vida dentro. Los libros fueron lo primero... cada volumen sumaba a la sensación de "hogar" que ni el olor a café pudo crear. Colocar la ropa en los colgadores también me trajo cierto sentido de pertenencia, así como llenar la refri con dos modestas cervecitas que me fui tomando durante los días subsiguientes. Aún no he invitado a nadie a conocer mi hogar; salvo Tomás y Yuriella, mis amigos que más cerca estuvieron en ese día siniestro, estoy esperando el momento preciso en que esta casa realmente sea un reflejo de lo que soy. Como fue mi casita de Palermo Hollywood.

Una semana después de ese día, también, me miré al espejo antes de entrar a la ducha. Me miré toda, de cabeza a los pies, y faltaba algo. Faltaban un par de kilos, sobresalían unas costillas y la panza estaba demasiado plana para estar sana. Muchas me envidiarían porque no me costó nada bajar tanto de peso, o quizá el costo fueron quince días de incertidumbre que tuve que ignorar por atender otros quehaceres, léase presentaciones estratégicas para clientes y reportes de análisis, y ahí las quiero ver, envídienme. Envidien los días de stress, la soledad de un departamento iluminado por un solo foco con solo una cama y nada más, o una habitación propia recargada con objetos ajenos. Envidien la libertad del vivir sola perdida a favor de la compañía de desconocidos que comparten tu techo. Chicas, mejor quédense gordas.